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jueves, 12 de mayo de 2016

Comprendiendo nuestra alma

Una vez que había creado las infinitas estrellas, la tierra con sus montañas, mares, bosques y todo tipo de animales, Dios, según la Sagrada Escritura, formó su obra culmen diciendo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se muevan sobre ella.” (Gen 1,27)

Nosotros somos dioses. Hechos a imagen y semejanza de Dios. Somos pedazos microscópicos, apenas una pequeñísima parte de un átomo probablemente, pero somos, en esencia, iguales a Dios. Somos sus iguales. ¿Cuál es la diferencia? Porque debe haberla para que nosotros voluntariamente rindamos adoración al ser del cual provenimos espiritualmente hablando.

Cuando nacemos, no físicamente, en el momento que denominamos fecundación, con la penetración del óvulo por el espermatozoide y antes de empezar la división celular, esta insignificante materia espiritual proveniente de Dios se inserta en ese pequeño conjunto de proteínas, aminoácidos y demás químicos orgánicos que luego evolucionaran para dar vida como la conocemos habitualmente.

1620850_1378721855730344_563137775_nY desde ese preciso momento, sin darse pauta alguna, por insignificante e imposible de mesurar, ese pedacito de Dios, que viene a ser nuestra alma, conciencia, ángel de la guarda o como gusten llamar, sólo tiene una y nada más que una intención, finalidad y anhelo: regresar a su origen, esto es, regresar a la fuente, que no es sino Dios mismo, en esencia y sin alteración. Pero claro, pese a ser tan pero tan diminuto (recuerdo lo escrito por Voltaire en su obra Micromegas “Oh, átomos inteligentes, en quienes el Ser Eterno se ha complacido en manifestar su habilidad y su poder, debéis sin duda gozar de alegrías purísimas en vuestro globo, puesto que, al tener tan poca materia y parecer todo espíritu, debéis emplear la vida en amar y pensar, que es la verdadera vida de los espíritus.”) se da cuenta, perfectamente cuenta, de que no puede razonar, ni comunicarse, con el ser que esta en proceso de evolución y maduración. Aún cuando nace, luego de casi 9 meses de continua evolución, ve, con tristeza, de que el grado de cognición es virtualmente cero, donde únicamente el conjunto de instrucciones primitivas conocidas como instinto, es lo que gobierna a ese ser vivo.

Y empieza una lucha, una verdadera, permanente e incansable lucha, primero por hacer notar su presencia al ente vivo, para luego buscar comunicarse con el, y, si hay éxito, terminar convenciéndole de que camino hay que seguir para que ese espíritu pueda regresar a su fuente.

Y es que Dios no condiciona, siempre da libre albedrío. El anhela que sigamos una senda apropiada para que, al terminarla en este mundo, tengamos un espíritu lo suficientemente fuerte y formado como para que sea digno de regresar e ingresar nuevamente en la dimensión que es en si mismo el Dios que conocemos. Y esto es porque nuestras acciones, razones por las que las hacemos y nuestra fortaleza, como también nuestras debilidades, vamos, la suma de toda nuestra vida, minuto a minuto, segundo a segundo, determinará, al final de la misma, si hemos obrado para bien, con bien y por el bien.

En teología lo denominan, en forma simple, el proceso de conversión, que según los sacramentos, se inicia con el bautismo. Pues la verdad es que así es para los católicos, pero en la práctica, Dios esta en nosotros, con o sin bautismo. Dios no necesita “activarse” con un ritual, el esta dentro nuestro como un pedazo de carbón bajo constante presión esperando poder convertirse en un diamante en bruto, sin pulir, para al finalizar el ciclo de vida, ser un diamante sencillo, pulido y perfecto.

Y es con el paso de los años, cuando nuestra conciencia e inteligencia se desarrollan, que entramos en conocimiento del lado espiritual. Algunos lo cultivan, otros lo hacen una forma de vida, pero otros simplemente lo ignoran. Por cierto que cuando nuestro espíritu se hace notar, empiezan los cambios. Más aún cuando logramos escucharle. Nosotros le llamamos fe, devoción, entrega, compromiso, amor. Como sea, toda nuestra vida, desde que siquiera sentimos su presencia, buscamos ayudarle para que al finalizar nuestro periplo en este mundo, ese espíritu sea lo más puro y parecido a un diamante.

Porque si obramos equivocadamente, aislándonos en egoísmos, debilidades, sensibilidad selectiva, lejos de darle la presión necesaria a ese trozo de carbón, lo dejamos más bien arder sin que pueda convertirse en un diamante en bruto, y capaz, teniéndolo así, como diamante en bruto, lejos de pulirlo, lo trozamos innecesariamente por la falta de compromiso, entrega y continuidad.

No necesitamos seguir un decálogo de principios, instrucciones de buen vivir, ni someternos a normas y preceptos santos. Simplemente debemos hacer lo que por naturaleza hacemos como seres vivos: vivir y dejar vivir. Carlos Brandt dijo “El hombre es el único ser que mata y devora a sus hermanos sólo por vicio, pues hasta las alimañas cuando matan lo hacen por necesidad.” Nosotros sabemos bien lo que es bueno y lo que es malo. Esta en nuestros genes. Somos parte de este mundo y no es el mundo el que es parte nuestra. Si obramos bien, aún con los deseos, placeres y anhelos de mejor vida, comodidad y lujos, si pese a todo, obramos bien, tendremos una oportunidad de que nuestra alma regrese al origen.

Pues el infierno como lo entendemos, no existe. Pero como concepto si, pues ¿que peor castigo puede infringírsele a un ser cuya única finalidad es regresar al hogar, que cerrarle por siempre las puertas?