El sacrificio debe entenderse por “la decisión y aceptación de dejar personas, lugares, actividades, anhelos, sueños, metas y todo lo que tenga un valor de búsqueda y conquista de nuestra parte, y no simplemente relegarlo a un segundo plano, sino descartarlo definitivamente de nuestra vida, pues si albergamos esperanzas de retomarlos o retomarlas, entonces estaremos creando una fisura en el cimiento básico que implica el ser cuidador de nuestros padres”. Nuestra vida cambia, y cambia de tal manera que si no nos damos cuenta del beneficio que recibimos, y es comprensible no darnos cuenta, estaremos perdiendo una oportunidad de poder conseguir verdadero respeto, cariño y admiración sana por nuestra propia vida.
Cuidar a un padre es una bendición. Es una oportunidad increíblemente preciosa que nos permite ahondar en lo más profundo de nuestras memorias y rescatar aquellos acontecimientos donde nuestros padres hicieron algo simple, sencillo, capaz desapercibido, por nosotros, y ahora, ese recuerdo cobra vida con tal fuerza que la felicidad, tal vez bañada en nostalgia, nos depara una satisfacción difícil de expresar en palabras.
El cambio que trae consigo el cuidar a los padres, trasciende a la satisfacción y orgullo bien ganado. Te cambia como persona. Enfrentas situaciones extremas, yendo fácilmente de la condescendencia y bondad, a la dureza e ira. La carga emocional que uno soporta es compleja, tal vez no grande cuantitativamente hablando, pero cala muy hondo en la persona, y hacerla salir es complicado, creo yo, imposible de lograr. Sin embargo, el beneficio se notará de todas maneras, cuando llegue el momento en que comprendamos que lo que hacemos es algo que nos gusta hacer y que esperamos pode seguir haciéndolo al día siguiente cuando nos acostamos para dormir en la noche. Se puede llegar a ese punto, sin lugar a dudas, pero deberemos bregar y luchar mucho contra nuestras propias limitaciones, y estas nos conocen muy bien, al dedillo, ya que son inherentes a nuestra personalidad, la cual parte hemos formado y conformado, y parte la hemos adquirido por diversos canales.
En mi caso, mi pesar pasa por el echo de que como no trabajo por cuidar a mi madre y mi tía, temo por mi cuando ya no las tenga y me vea sin un centavo. Puede parecer muy simple, pero una de las cosas que aprendí en estos años cuidando de mis mamis, es confiar en Dios, en la vida, en el destino. No confundir con delegar responsabilidades, pues no es el caso. La confianza nos da seguridad pero no nos asegura el resultado. Muchas veces confundimos y ocultamos sutilmente los deseos personales, algo egoístas, presentándolos como reglas y estipulaciones pensadas única y exclusivamente para la salud y bienestar de nuestro ser amado. Una muestra muy astuta del cinismo al que podemos llegar.
Y no obstante, crecemos, en silencio y sin tanto bombo. Aprendemos a respetar y luego respetarnos, aprendemos a tolerar y tolerarnos. Y en algún momento de todo este caos, nos damos cuenta, con pueril sorpresa, de lo mucho que amamos a nuestros padres, y de que realmente somos capaces de dar la vida por ellos. Literalmente. Cuando esto sucede, es un momento de revelación, una catarsis tan fuerte y profunda que nuestra vida cambia totalmente. Los colores son más vivos y los dolores más tolerables.
Cuidar a uno de los dos, o a ambos, no es un privilegio, no es una responsabilidad ni mucho menos un sacrificio. Es un milagro de amor.
El sacrificio debe entenderse por “la decisión y aceptación de dejar personas, lugares, actividades, anhelos, sueños, metas y todo lo que tenga un valor de búsqueda y conquista de nuestra parte, y no simplemente relegarlo a un segundo plano, sino descartarlo definitivamente de nuestra vida, pues si albergamos esperanzas de retomarlos o retomarlas, entonces estaremos creando una fisura en el cimiento básico que implica el ser cuidador de nuestros padres”. Nuestra vida cambia, y cambia de tal manera que si no nos damos cuenta del beneficio que recibimos, y es comprensible no darnos cuenta, estaremos perdiendo una oportunidad de poder conseguir verdadero respeto, cariño y admiración sana por nuestra propia vida.
Cuidar a un padre es una bendición. Es una oportunidad increíblemente preciosa que nos permite ahondar en lo más profundo de nuestras memorias y rescatar aquellos acontecimientos donde nuestros padres hicieron algo simple, sencillo, capaz desapercibido, por nosotros, y ahora, ese recuerdo cobra vida con tal fuerza que la felicidad, tal vez bañada en nostalgia, nos depara una satisfacción difícil de expresar en palabras.
El cambio que trae consigo el cuidar a los padres, trasciende a la satisfacción y orgullo bien ganado. Te cambia como persona. Enfrentas situaciones extremas, yendo fácilmente de la condescendencia y bondad, a la dureza e ira. La carga emocional que uno soporta es compleja, tal vez no grande cuantitativamente hablando, pero cala muy hondo en la persona, y hacerla salir es complicado, creo yo, imposible de lograr. Sin embargo, el beneficio se notará de todas maneras, cuando llegue el momento en que comprendamos que lo que hacemos es algo que nos gusta hacer y que esperamos pode seguir haciéndolo al día siguiente cuando nos acostamos para dormir en la noche. Se puede llegar a ese punto, sin lugar a dudas, pero deberemos bregar y luchar mucho contra nuestras propias limitaciones, y estas nos conocen muy bien, al dedillo, ya que son inherentes a nuestra personalidad, la cual parte hemos formado y conformado, y parte la hemos adquirido por diversos canales.
En mi caso, mi pesar pasa por el echo de que como no trabajo por cuidar a mi madre y mi tía, temo por mi cuando ya no las tenga y me vea sin un centavo. Puede parecer muy simple, pero una de las cosas que aprendí en estos años cuidando de mis mamis, es confiar en Dios, en la vida, en el destino. No confundir con delegar responsabilidades, pues no es el caso. La confianza nos da seguridad pero no nos asegura el resultado. Muchas veces confundimos y ocultamos sutilmente los deseos personales, algo egoístas, presentándolos como reglas y estipulaciones pensadas única y exclusivamente para la salud y bienestar de nuestro ser amado. Una muestra muy astuta del cinismo al que podemos llegar.
Y no obstante, crecemos, en silencio y sin tanto bombo. Aprendemos a respetar y luego respetarnos, aprendemos a tolerar y tolerarnos. Y en algún momento de todo este caos, nos damos cuenta, con pueril sorpresa, de lo mucho que amamos a nuestros padres, y de que realmente somos capaces de dar la vida por ellos. Literalmente. Cuando esto sucede, es un momento de revelación, una catarsis tan fuerte y profunda que nuestra vida cambia totalmente. Los colores son más vivos y los dolores más tolerables.
Cuidar a uno de los dos, o a ambos, no es un privilegio, no es una responsabilidad ni mucho menos un sacrificio. Es un milagro de amor.